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Lady Macbeth, ese espejo roto

Carlos Javier López

No se puede prohibir el arte. Se puede esconder bajo toneladas de escombros o bajo la neblina de los gritos; se puede marginar y desprestigiar, e incluso se puede quemar. Pero no se puede prohibir, porque está tan imbricado en el alma humana, que cualquier intento por separar al hombre de su libertad para crear está condenado irremisiblemente al fracaso. Es una batalla perdida de antemano.

Lady Macbeth de Msensk (1934), ópera de un Dmitri Shostakovich jovencísimo (no llegaba a la treintena), es una de esas obras que constituyen un monumento artístico a la libertad (los monumentos de hoy en día suelen ser triviales, cuando no directamente horrendos…). Y lo es hoy con la misma fuerza que el 28 de enero de 1936, cuando se publicó el célebre artículo del rotativo Pravda “Caos, no música”, con el que el régimen de Stalin (algunos dicen que fue él mismo) se propuso terminar con la obra, y salir al paso de su incipiente popularidad, pues no seguía los caminos proselitistas de aquel statu quo de miedo y represión.

Si en algo acierta el articulista-verdugo es en dirigir principalmente sus ataques a la música. El libreto, de Alexander Preys y el propio Dmitri, puede interpretarse de múltiples maneras, y habría permitido a los organismos represores de Stalin salir al paso de sus críticas con algunos retoques superficiales.

Sin embargo, el poder expresivo de la partitura, con su sinceridad cristalina y vanguardista, no deja lugar a dudas, y supone un golpe incontestable a la doctrina oficial de la URSS. Consiguió enfrentar a los espectadores al espejo incomodísimo de lo que ocurría: no sólo en los lejanos campos de prisioneros, sino en la conciencia misma de los rusos. Y ese espejo musical devolvía (y devuelve aún) una imagen tan nítida y poderosa, que no faltaron manos dispuestas a hacerlo añicos.

2011 descuenta sus últimos días; y el Teatro Real nos ofrece un atractivo montaje del título, que cuenta con la dirección musical de Hartmut Haenchen y responde a las directrices escénicas de Martín Kusej (o como demonios se escriba). Ambos nos permiten despedir el año con un nuevo triunfo artístico de nuestro teatro (ya son tres de tres), y han conseguido convertir cada representación de Lady Macbeth en todo un acontecimiento musical. Mientras, en Barcelona intentan hacerse perdonar los montajes arriesgados del Liceu con el tándem Flórez-Damrau en Linda di Chamounix. No creo que debamos envidiar nada de nuestros amigos catalanes…

 

Los que hayan podido asistir alguno de estos días al Real han podido comprobar la eficiencia de los cuerpos estables (orquesta y coro). Parece que la calidad y el rigor se mantienen. Espero que para el año próximo continúen con esta regularidad. Mi enhorabuena.

Estupendos Eva Maria Westbroeck, que canta con intención y musicalidad; y Michael König, que siempre cumple, y al que creo que veremos pronto en otro título del repertorio ruso.

 

La ópera tiene más chicha que un montadito de pringá: desde la tipología vocal y los avatares escénicos a las implicaciones políticas o el tratamiento de las escenas sexuales.

Termino aquí, permítaseme, para no extenderme en exceso. Aprovecho para desear a los que han llegado a este punto del artículo, en nombre de Palco9, una feliz Navidad y un venturoso y musical año 2012.


Papá Flórez

Carlos Javier López

Seguramente a algunos les extrañe que aun, en estos meses que Palco9 lleva de andadura, todavía no haya hablado de uno de mis cantantes fetiche, el peruano Juan Diego Flórez.

A decir verdad, me prometí a mi mismo no dedicarle una entrada hasta que no visitase de nuevo el Teatro Real, pues me decepcionó bastante en su último rol en Madrid. Su Arturo Talbot de Puritanos, un papel en que impresiona en las grabaciones, pero que le queda algo grande en el directo. No está hecha aun la voz de Flórez para estos berenjenales que exigen voces más armadas. Cantó mucho peor de lo esperado; tanto, que me negué a aplaudir y protesté los aplausos del público. Recuerdo que fue el fin de semana en el que un volcán oscureció el cielo del norte de Europa, y puso los espacios aéreos patas arriba. No pudo asistir el director de orquesta, y todo sonó como manga por hombro, deslavazado y decepcionante. De todas formas, fue realmente instructivo descubrir los artificios y tejemanejes que el tenor limeño empleó para maquillar las carencias vocales que lo atenazaban aquella tarde. Aun así, como a Curro Romero en la Maestranza, le esperamos conscientes de su potencial, tantas veces demostrado en Madrid con sus recitales.

Pues bien. Harto como estaba de esperarlo, y deseoso de quitarme aquel mal sabor de boca, decidí ir a su encuentro. Imposible desplazarme a Nueva York. Me quedaba el cine, en una de esas producciones internacionales a la americana. No era una de Spielberg, sino una de Rossini. El Conde Ory, deliciosa ópera cómica de ambientación medieval y argumento disparatado, de las que gustan a todo el mundo, siempre que no caigan en la trampa de las comparaciones.

Vi un espectáculo realmente agradable. Aunque al final no escuché a Didonato, a Damrau ni a Flórez, sino a un trasunto herziano de los mismos, de voces aumentadas por la técnica acústica y la edición cinematográfica. Habían perdido gran parte de su belleza vocal al dejarse los armónicos enredados entre los cables que se tienden entre el Metropolitan Opera House y los cines Ideal, de la plaza Jacinto Benavente.

Sin embargo, con un poco de estómago e imaginación, todo pasa con amabilidad. Además, hubo sorpresa. René Fleming, anfitriona encargada de las presentaciones, anunció que pocos minutos antes de llegar al teatro, Juan Diego Flórez había sido padre de un niño. Leandro, van a llamar a la criatura. Por lo excepcional de la situación, la propia Fleming parecía algo nerviosa. El mismo Flórez, en la entrevista del entreacto, contó la aventura, y explicó sus ojeras en escena, además de su alegría por el suceso.

No afectó a la interpretación, llena de comicidad. Si en algo nunca falla Juan Diego es en lo actoral, donde demuestra una intuición humorística fuera de lo común, muy en el tono del resto de la compañía, dirigida en lo escénico por Bartlett Sher. El americano ha conseguido una escena realmente atractiva, comprometida con el texto, pero añadiendo picante y quitándole la castidad medieval de otras producciones. Fue estupendo el momento cama, en el que los protagonistas mantienen un desternillante menage-a-trois, de lo mejor de la obra, por lo novedoso. También me llamó la atención el personaje de regiseur, que controla en todo momento los cambios de escenario y los efectos especiales, como en una representación dieciochesca.

Nunca había escuchado a la mezzo Joyce Didonato cantando Rossini. Ya tenía mi corazón desde que la besé en Madrid tras su Octavian del Rosenkavalier, pero hay que decir que cumple como esperaba, empastando bien en las partes concertato, y encarna a un Isolier en perfecta sintonía con el conde lascivo (Flórez) y la Condesa Adele (Damrau). La Damrau, que también es madre reciente, da vida a la condesa con gusto y técnica, sincronizada siempre con Isolier.

Aunque solo puedo imaginar lo que fue el directo en cuanto a lo vocal, pues la amplificación transforma las voces igualando su tamaño y supliendo los fallos en la emisión, todo parecía ir sobre ruedas, y el barco comandado por Maurizio Benini, navegar sin vías de agua. Con esa orquesta y ese coro, ya podrá…Los vídeos están en el tube. Buen provecho.

Puedo decir que en parte me reconcilié con Juan Diego Flórez (es fantástico su timbre homogéneo y su cantar-respirando en los agudos), al que felicito doblemente desde este Palco9, por su paternidad, y por su interpretación. Abrazo la esperanza de disfrutar de su color y técnica pronto en Madrid. ¿Tal vez algo de Bizet?