LO QUE EL OÍDO NO VE

Archivo para octubre, 2010

Y se llama Cecilia Bartoli

Carlos López

Giovanni Antonini, con su melena canosa y despeinada, remataba los últimos compases de la obertura de Rinaldo, al frente de Il Giardino Armonico, que anoche lo fue más que nunca. Conseguía hacernos olvidar los ritmos de Mahagony y nos sumergía en el mar de fondo del bajo continuo, deslumbrando con las espumas del oleaje ornamental del clave y los vientos del propio director.

Después, el silencio, sólo roto por susurros de expectación. Con paso firme, traje oscuro drapeado, brillantes en cuello y muñeca, sonrisa tensa en los labios aparece en escena la mezzosoprano romana Cecilia Bartoli; e inmediatamente el público madrileño la cubre con una ovación de las que comprometen.

Comenzó violenta y tormentosa, con el Furie terribili! de la Armida händeliana y  Dunque i lacci… Ah! Crudel, de la misma obra. Partes, a mi entender, poco vistosas

Y entonces, así como si la mecha se hubiese consumido y en el pecho generoso de la Bartoli hubiera estallado de pronto la bomba de la creatividad, nos sorprendió con dos perlas: Scherza in mar, de Lotario y Scherza infida, de Ariodante. En la primera, tras los pasajes de bravura, la explosión cuajó como en un milagro de sutilezas espectaculares, que tuvieron su réplica en Ariodante, donde la diva nos deleitó con frases eternas, con un gusto intimista fuera de serie, manejando la línea a placer. La mezzo adelgazaba la voz hasta el susurro, incluso cuando la pluma de Händel exigía moverse en las zonas más altas de la partitura. “Yo, traicionado, voy a ponerme por tu culpa en brazos de la muerte”, cantaba. Y sus ojos negros, su mueca aterrorizada, contagiaban esa desesperación a los que allí estábamos. Y boquiabiertos, como niños, escuchamos ese estallido de glisandi, cadencias, escalas, coronas y trinos; mil artificios que en la voz oscura y pequeña de Cecilia Bartoli cobraban un sentido pleno. Y los aplausos sonaron a gratitud. Delirio general.

En la noche madrileña, la artista caminaba con soltura de funambulista por esos vericuetos imposibles del barroco más florido. Sin embargo, parecía otra. No era aquella que cantaba por Vivaldi o se ponía el traje de castrato. Esta vez teníamos delante a una artista que transmitía sinceridad. Ya no fue más la metralleta en aquellos stacatti violentos y fríos, sino que recordaba más a la Cecilia de juventud, que cantaba Mozart bajo las órdenes de Harnoncourt. Cada fraseo, cada variación dinámica, respondía a un propósito expresivo que iba más allá del exhibicionismo de agilidades, y entraba, por fin, en el terreno de la sensibilidad. Y aunque no siempre elegante y exquisita, esa sensibilidad fue en todo momento de una verosimilitud sorprendente.

Y la verdad con la que cantaba se contagiaba al público. La Bartoli nunca emocionó así en Madrid, nunca cantó con tanto gusto.

Tras las dos brillantes arias, vinieron otras dos, más planas y menos apasionadas, de Roselinda y Amadigi di Gaula. Luego el descanso y una gran ovación, premiando merecidamente a la mezzo. Tuve la sensación de que Cecilia Bartoli ya había cumplido; que sólo con aquellas dos arias ya superaba su anterior recital de los castrati. Pero luego hubo más.

Cambio en el vestuario: falda dorada en vainilla, corsé en plata y encaje negro, diadema brillante. Un comienzo discreto con páginas de Apollo e Dafne y Rodrigo, en el que despuntaron algunas sombras de su frialdad ametralladora, poco atemperada, aunque deslumbrando con su ya conocido escaparate técnico. La cantante sufrió estoica en los crescendos de Dafne, donde Antonini supo asistirla, solidario.

El maestro se lució en una obertura de Veracini, celebrada por el público de Madrid. Llegó después la mezzo, caminando con solemnidad, como un torero en el paseíllo. Y su Alcina era noble, juvenil, con un trapío impropio del barroco, por su transparencia.  En ah! Mio cor! dejó a los presentes epatados. Era un delirio de introspección y efusión emocional, un momento exquisito, comparable al hermoso final del aria, oh Dei! Perchè! dicho en pianísimo, con un extraño brillo mate, colocando en la palabra perchè un trino sublime que voy a tardar en olvidar. ¡Olé!

Y Alcina se iba desnudando, creciendo en intimismo. Coincidiendo con las palabras “Potessi in onda limpida”, el canto se transformó en naturaleza. Bartoli hablaba desde el escenario con una transparencia y claridad que ponían los pelos de punta. “Si pudiera en piedra convertirme, acabaría así mi cruel pena”, decía. “La pena mia crudel”, cantaba.

Quedaba antes de las propinas la traca final de Teseo, donde me sorprendió la frase “M´adora l´idol mio, gode il mio core”, dicha a media voz al principio, y repetida varias veces en un solo fiato.

Los bises:

 La Tempesta de Julio Cesare, donde ya los aplausos se obviaban y arreciaban los brava. Por último, Son qual nave, cantada como si fuera otra cantante. Al comienzo de la pieza, con la primera sílaba de nave, dibujó en un solo fiato una larguísima línea de una ondulación hipnótica que parecía no acabar nunca, perfecta messa di voce, rallentado arriba, trinando abajo, que concluyó con una escala portentosa. Allí podría haber terminado el recital, pues el público estuvo a punto de explotar en una ovación espontánea, interrumpiendo la pieza. Pero sólo hubo susurros de admiración, y la parte concluyó completa.

 Y la herradura de la plaza de Oriente, puesta en pie, en cerrada ovación, se felicitó por estar allí, por haber vivido con Cecilia Bartoli una noche inolvidable donde la cantante romana fue un derroche técnico, pero más natural, más emocionante y sincero, más artista.  Parece haber dejado atrás aquella máquina rígida y banal que despide notas sin ton ni son, en piruetas brillantes pero carentes de interés sensual; ya no es la metralleta vulgar que a veces fue, sino una cantante que gestiona con gusto y delicadeza su incomparable instrumento. Es una mezzosoprano nueva, y se llama Cecilia Bartoli.

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Atrapado en Mahagony

Alfonso Esteve

Queridos amigos:

Mi nombre es Alfonso, tengo 22 años y soy cantante y estudiante de ingeniería. Desde niño me he sentido muy unido al mundo de la música, a la edad de nueve años cantaba en una escolanía que me daba la posibilidad de actuar en el Teatro Real como voz blanca, y a día de hoy formo parte activa del coro de la Jorcam y de un cuarteto de barbershop como voz de bajo.

La tarde del sábado 2 de octubre, quedó reservada para disfrutar de la obra “Rise and fall of the city of Mahagonny” en el Teatro Real de Madrid. Para aquellos jóvenes que para gracia o desgracia nuestra, tenemos más tiempo que dinero, el Real nos brinda la posibilidad de conseguir las entradas de última hora a un precio inmejorable, gesto que para un servidor es de agradecer, pues de otro modo, no creo que pudiera disfrutar de una de mis pasiones favoritas, la ópera.

La obra comenzaba con una escenografía sorprendente, y para mi posterior deleite, distinta a lo esperado por mis ojos; los personajes se iban presentando al público de forma comedida, con lo que la obra resultaba fácilmente entendible. Un aspecto que me gustó mucho de la obra es que en la misma los personajes alternaban el cantar y el hablar con graciosa facilidad, y se podría decir que (a pesar de ser en inglés) se les entendía casi perfectamente al cantar (por el “casi” doy gracias a la pantallita traductora situada sobre nuestras cabezas). Desde mi punto de vista todos los cantantes cumplieron, aunque me gustaría recalcar lo gratamente sorprendido que me sentí al escuchar la potencia y profundidad de la voz del barítono Willard White (Trinity Moses).

Por la posición de nuestras butacas, nos encontrábamos cercanos al director, y he de decir que me pareció extraordinaria la fuerza y claridad con que transmitía a cantantes y a orquesta, marcando el ritmo y dando las entradas con la precisión que se requiere.

Creo que en una obra se ha de decirle al público cuándo aplaudir con un final conciso. Esta obra cumplió las expectativas con un final en el que participaban todos los personajes y que te inundaba los sentidos de música, un final grandioso, un final de vértigo, un final si se me permite, Mahagónico.

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